lunes, 19 de mayo de 2014

Aquel que se comía la novela



"Comerse la novela, es sano"



"Me estoy muriendo" - pensé. Después de eso me recosté, agarré un libro de la mesita de luz, que no era un libro, era el libro, y lo abrí. La tapa me sonaba familiar, la contratapa algo extraña, pero no quise detenerme en eso. Inmediatamente tomé la primer página y la arranqué. La miré: tan frágil, tan amarilla, tan deliciosa que la hice un bollito y me la comí. Siempre me gustó probar cosas nuevas, mezcla de sabores y texturas, y para bajarla con gracia me tomé una birra. 
           Esa noche ocurrió algo que no olvidaré jamás. Recostado en la cama, pensando en la muerte, vino a visitarme alguien del que creo haber visto alguna vez. Era un muchacho rubión, delgado, no muy alto. Me miraba desde las penumbras, con sus grandes ojos luminosos. Asustado prendí el velador y ahí estaba, sentado junto a mi, noté que era manco. Alzó su mano que ya no era mano y me dijo: ¿Qué me has hecho? ¡Mirá, mirá, mirá, mirá! No pude evitar la risa, su cara como una caricatura y su mano no mano me producía una terrible verborragia. ¿Qué culpa tengo yo flaco? Dale, tomatelas por donde entraste que estaba intentando dormir. -Vos estabas pensando en la muerte, así que he venido a buscarte. Dale cambiate, ya es hora, nos vamos. No quise emitir una sola palabra, sabía que esto se trataba de una vendetta. -Mirá flaco, te pido disculpas por lo de tu mano que ahora ya no es mano, pero tenía hambre viste, charlame un ratito. Tenemos no más que una hora, después te llevo conmigo ¿de qué querés hablar? -Contame del asteroide b-612, ¿es ahí a dónde me vas a llevar? 
           Él mirándome con esos ojos luminosos, se acercó y me dijo al oído: 
-Vos te vas a ir al infierno, lo que hiciste no se hace. -Creo que tu viaje por los distintos planetas hizo que se te chiflara el moño pendejo. La Tierra tiene sus encantos, pero te quita de un manotazo la inocencia y te topa con gente como yo, gente que solo piensa en la muerte al lado de su mesita de luz.
            Enojadísimo conmigo, volteó mi mesita de luz, la hizo trizas. -¡Esto me provoca gente como vos panzón! ¡Ira, una profunda ira! -Diculpame pibe, pero yo tenía otra imagen tuya. Más dulce, más comprensible, más maricón, si me permitís el atrevimiento.  Creo que se te subió lo principesco a la cabeza, calmate. Acá las cosas no son como las cuenta tu mediocre historia, no hablas de gente como yo, la gente real, ¿cómo crees que me siento? Si al llegar la noche, estoy aquí solo, mirando mi mesita de luz con una birra en la mano, pensando en morirme. 
            El niño de cara caricaturizada escuchaba atentamente al borracho no tan borracho y le dijo: -Es por eso que he venido esta noche, quiero saber porqué me hiciste esto. Te he visto desde mi planeta todas las noches abrir mi libro, y leer y re leer. Te he visto llorar junto a él, te he visto reír, te he visto enojado y siendo el más feliz también...
            El borracho panzón se levantó de la cama, tomó el libro entre sus manos y le dijo: Tomá, todo tuyo pibe. Ese libro me ha vuelto loco, he llegado a creer en cada una de las boludeces que dice ahí, ¡tomá llevatelo! ¡A este libro de porquería te tenés que llevar al infierno! No he podido nunca domesticar a un zorro, no he podido conocer a mi rosa, no he podido tener mis estrellas, ¡no he podido nada! Y aún así sigo creyendo que es algo maravilloso, porque a través de sus páginas he podido evadirme de toda esta mierda con la ayuda de mi buena amiga, la birra. 
           El niño rubión estaba presenciando una escena realmente patética. Su cara llena de enojo fue cambiando y tomando un tono pálido. Y con sus ojos llenos de lágrimas le dijo: -Pero si tanto amas a ese libro, ¿por qué has hecho eso? Lo has violentado, has roto sus páginas, lo has maltratado.
           Aquel viejo borracho y panzón esbozó una sonrisa y mirándolo fijo susurró: -He cometido el acto de amor más grande para con tu historia pibe, ¡Me he comido el libro! ¡Me he comido El Principito! Ahora todas aquellas páginas con sus fabulosas enseñanzas están dentro de mí. Todo tu maravilloso mundo está en mi, bien adentro, y ahora sí, si quieres llevarme al Infierno hazlo, que tu libro vendrá conmigo.
           Desperté. Asustado, desesperado prendí la luz, miré hacia la mesita y estaba allí, esperando a ser abierto nuevamente. Tomé El Principito y volví a dormir con él entre mis brazos. 
           Y el niño rubión de ojos luminosos estaba entre las penumbras, sonriendo y reviviendo una vez más.

lunes, 12 de mayo de 2014

Abandonador serial

¡Papá, por favor papá dejalo! ¿No ves que es chiquito? Dejalo no quiere quedarse solito y con frío papá, dejalo que venga conmigo, porque aunque soy chiquita puedo ser su mamita. Él quiere que sea su mamita, ¿no le ves la carita? El espejo retrovisor reproducía la escena más terrible de todas las escenas. 
El abandonador serial estaba cumpliendo con un nuevo mandato, pero Tinita, Tinita se volvía cada vez más y más pequeñita, con diez años era así de chiquitita. El llanto era lo de menos, los gritos insoportables, los golpes brutales, la garganta desgarrada, los ojos destruidos. Así estaba Tinita, golpeando la ventana de ese auto despintado, color verde musgo horrible, <el auto del terror>, pensaba Tinita. 
La casa era color pastel. El cuarto estaba listo ya, para la llegada de esa beba que en realidad no había sido esperada por nadie, menos por el turco, pero el turco no vivía en aquella casa color pastel. El televisor encendido, la radio también. Esa casa era fría, no tenía el calor hogareño propio de las casas que esperan visitas. Llegó, durmió y lloró. Creció, jugó, y mamá mamita fue su luz, su lucecita. A la bici se subió gracias a Martita, la que le hacía la merienda cada vez que volvía de la escuela. "Mamita se re-que-te peleaba con un hombrecito ayer, Martita". "Bueno Tinita, tené en cuenta que mamita hace todo para que vos estés bien."
El turco un día volvió. Volvió a aquella casa color pastel, y le pidió a Clara que le dejara ver a esa beba que nunca quiso ver. Clara le mostró a una nenita que ya no era una bebita y le dijo: Tinita este es tu papá. Tinita se escondió atrás de su mamita y mirando entre sus piernas, con la carita rojita preguntó: mamita, ¿qué es un papito? Y Clarita le respondió: un papito es como una mamita pero es hombrecito, no mujercita como Tinita y mamita. Pero Tinita insistió: usted que dice ser un papito, mi papito: por qué no me dio amor como hacen las mamitas? mi mamita?
Un día, Tinita creció y entendió por fin qué era un papito. El turco se la llevaba a su casa e iban a la plaza, le compraba globos de muchos colores, y comían pochoclo hasta atorarse. Un día de calesita, Tinita conoció a Puchi. Puchi, Puchito era chiquitito color café con ojos negros como las ruedas del auto verde horrible. 
Puchi Puchito conoció la casa del turco, y se convirtió en el fiel compañero de Tinita, aunque ésta dijera que era su mamita, porque Tinita decía que sentía un amor por Puchito como el de las mamitas. 
El turco se cansó de las cagaditas de Puchito en su casita pequeñita y sin lugar para sus mujerzuelas de la noche de los viernes, subió a Tinita y a Puchito al auto, a ese auto verde horrible y condujo hasta el campo de los trece árboles. 
El espejo retrovisor reproducía la escena más terrorífica que jamás se haya visto. El turco se subió y arrancó, mientras Tinita, empapada en lágrimas, agitaba su manito despidiendo a su adorado Puchito. El ya no papito le dijo a Tinita: pensá en algo lindo Tini, así se secan más rápido las lagrimitas.
Tinita recordó esas caricias, esas manos de hombrecito que le recorrían su espalda y unas zonas que como le había dicho su mamita, sólo tenían las mujercitas. Recordó el verde, ese verde horrible y pensó <en el auto del terror del abandonador serial todo es verde, verde horrible>